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Mi abuela merece un capítulo especial.
Para mi siempre fue muy mayor, con las manos muy arrugadas y el pelo muy blanco. Tenía la voz como la de mi tía, pero envejecida, como si se hubiese cansado de hablar.
Me gustaban sus manos; cogerlas, mirarlas, olerlas, jugar con sus dedos, probarme sus anillos...era como manejar el pasado. Me encantaba acostarme en el suelo del patio mientras ella me contaba historias de cuando era niña, sentada desde su enorme sofá. A veces ponía la radio y callaba. Yo también lo hacía, era fácil, nunca he sido de muchas palabras. Otras veces, cuando la memoria se lo permitía, me explicaba que esa voz tan grave pertenecía a un tal Louis Armstrong, o que Roberta Flack le cantaba su "Killing Me Softly" al "Year Of The Car" de Al Stewart. Cuántas tardes pasé dibujando mi propia "Vie En Rose" junto a Edith Piaf mientras mi abuela le susurraba a mi madre, "la niña tiene talento".
Era muy sabia, como si hubiera vivido todas las edades del mundo. Para todo tenía respuesta, siempre tenía solución para todos los problemas. La vida con ella era tan fácil que a veces no daba miedo. Se podría decir que ella me enseño a no pasar de largo por la vida, a ser curiosa sin ser cotilla, y a no ser terca, sino perseverante.
Mi temprana madurez podría haber seguido aprendiendo de ella, pero enfermó.
Era verano, seguro. Lo sé porque era la hora de irse a casa y aún era de día.
La besé en la frente, llevándome conmigo su olor a lavanda y manzanilla. No le dije adiós, creo que esa palabra no debería utilizarse nunca. Simplemente le sonreí, convencida de que esa no sería la última vez que la vería.
Al llegar a la puerta la oí decirme "¡oye! ¿te vas sin darme un beso?"
Miré a mi madre con el ceño fruncido, ella me respondió con un resignado "venga, dale un beso a tu abuela".
Eso hice, y de buena gana, era un gustazo abrazarla...
Tanto en mi casa como en casa de mi tía empezaron a hablar mucho de ella, siempre en voz muy bajita, como para que nadie se diese cuenta o para que la pena fuera menor. Hablaban de hospitales y de un tal Alzheimer. Yo no entendía tanta preocupación, a la abuela se le olvidaban las cosas, ¿y qué? Nadie es perfecto.
En diciembre de ese mismo año se fue. Con ese Alzheimer supongo.
Era sábado por la mañana, lo recuerdo así porque no había colegio y mi hermana estaba en casa. Cuando sonó el teléfono sabía quien era, y que quería decirnos. El llanto de mi madre lo confirmó.
Creo que fui la única que no lloró entonces. Quizá no lo entendí del todo. Ella ya no estaría para hablarme de lo guapísima que sería de mayor si me terminaba el pescado, y tampoco me daría cinco duros para ir por chuches a la tienda del barrio.
Este año se cumpliran diez años desde que no está, y aún la recuerdo como aquella tarde de verano. En casa la recordamos cada uno a nuestra manera, como siempre. Unos con anécdotas, olores, sabores...
Yo con sus canciones, y terminándome el pescado.

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