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Quizá el mejor recuerdo que tengo de aquella época es la música con la que crecí. Desde Sabina hasta Pet Shop Boys, pasando por Aretha Franklin o Cómplices. A veces creo verme a mi misma canturreando canciones de Luz Casal en nuestros viajes en coche. Esa era otra cosa que me encantaba, salir de paseo. Disfrutaba mucho más del camino que del destino, nunca quería llegar, ni tampoco volver. Los ojillos se me perdían a través del cristal y los oídos entre las guitarras de Pink Floyd o Dire Straits. Era casi un reto diferenciar una guitarra de un bajo. Adoraba tocar mi batería imaginaria con sorprendente precisión (todo lo precisa que puede ser una niña de cuatro años).
Creo que con el único destino que solía estar conforme era con llegar a casa de mi tía, la hermana mayor de mi madre. Sentía un profundo respeto por esa mujer, pero a la vez, no podía evitar carcajearme de su tono de voz, una voz tan aguda que eliminaba cualquier ápice de imposición autoritaria.
También cocinaba muy bien, sobre todo las croquetas, y una salsa de sabor dulce pero picante a la vez que sólo sabía hacer ella, aún hoy la llamo "salsa de tía".
Sus besos también huelen a tabaco, a veces creo que la nicotina la ha consumido de tal manera que esta hecha de humo. Podría decir que la echo de menos.
A quien recuerdo con menos añoranza es a su marido. Un señor más bien pequeñito, muy moreno y con un acento curioso. No entendía que hablase "ziempre azí" hasta que descubrí que era andaluz (y lo que era ser andaluz), de un pueblo de Huelva. No es que nos llevásemos mal, es más, incluso era cariñoso conmigo, pero había algo en él, en su esencia, que no terminaba de convencerme. Con el tiempo descubrí que aquello se llamaba "alcohol" y que mi tío de Huelva tenia un problema. Llevo años sin saber de él.

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