Y ya está.



La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
No recordaba haberme dormido y tampoco sentía que hubiese despertado. No había dolor de cabeza, ni arcadas, ni sequedad en la boca. Tampoco me pesaban los párpados, incluso me atrevería a decir que nunca me había encontrado mejor. Los pies me engañaban, no parecía haber suelo por el que andar, y mi cuerpo respondía rápidamente a cada estímulo. Me sentí plena y, porqué no, me apeteció bailar. Deambulaba sin pesadez a saltitos por la habitación, todo estaba bien, podría decir que era perfecto. Si, perfecto. No necesitaba nada más, ni a nadie más.
Era feliz, por fin.
Hasta que tropecé con mi reflejo en un espejo.
La melena me tapaba más de media cara, y aún así no conseguía disimular mis profundas ojeras. Mis pómulos sobresalían más que mis ojos, fríos y apagados ahora. El color de la vida se había ido de mis labios y de mi piel, mis manos ya no temblaban.
Al bajar la vista hasta el abdomen descubrí un enorme agujero que me atravesaba. No recuerdo sensación más dura que aquella, era como si mi ombligo hubiese reventado y hubieran usado un cuchillo para buscar mi alma, sin resultado alguno. Mi primera reacción fue intentar tocarlo, pero las vísceras siempre me han dado muchísimo asco, mucho más las mías.
Me percaté de que mi cama era una inmensa mancha de sangre, anormalmente oscura, podrida, y que mi ropa era de un color rojo intenso y líquido.
Fue entonces cuando me di cuenta, me había asesinado.
Intente llorar, gritar, mostrar alguna emoción coherente, y nada. "Algo habrá que hacer" pensé, pero solo me apetecía seguir bailando.
Casi sin interés busqué por la habitación algo que me hiciera descubrir el por qué de mi suicidio.
Encontre un cuchillo enorme y oxidado detrás del espejo, alguna que otra pastilla esparcida por el suelo, botellas vacías y fotos, muchísimas fotos. Algunas de mi familia, otras de las que fueron mis amigos, y muchas otras de las que yo solía hacer. "Vaya, no era tan mala".
Me senté en la cama. Es difícil pensar o sentir algo cuando...bueno, cuando se está muerto.
El tiempo, o lo que fuera aquello, seguía pasando igual de despacio. Ya daba igual, el sentimiento de indiferencia hacia todo era tan grande y abrumador que solo me apetecía...si, seguir bailando.
Después de todo, las cosas seguían sucediendo, y el mundo seguía dando sus absurdas vueltas...desde que me maté.

...

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un poema casi inventado

La Posada