Sé que poco tiene que ver pero tenía yo una letra que contaba cómo me iba haciendo más y más pequeño (como el hombre menguante) y una de las frases era: El afilador pasaba y el sonido del metal que entrechocaba destrozaba la moral y cada trozo de mi cuerpo lacerado. La mosca era gigante, todavía el recuerdo como un monstruo del pasado. El millón de ojo y el zumbido acelerado. Mi corazón, un tempano minúsculo y quebrado. La alfombra de hojarasca de las calles, para mí era un valle de colosos oxidados. No quería pensar en que pasaba. El miedo era más grande y me cansaba, al trepar por la pelusa del ombligo que en el suelo habían dejado. Lo último que vi fue mi intestino, los ácaros del polvo lo sacaron a bocados. (Ya de paso te puse un poco de como seguía)
No sé, me recordó tu entrada a esa letra. Aunque ahora que lo pienso creo que si tiene que ver. Ir menguando es ir cambiando. Tiene similitud con eso que dices de que todo puede cambiar, nada importa porque tienes que adaptarte a tu nuevo tamaño. El mundo se hace más grande cada día, cuando tu cada día te haces más pequeño. Eso, o que yo estoy loco e interpreto así lo que en su momento me inspirara leer a Richard Matheson en El increíble hombre menguante. Un abrazo enorme señorita.
Te vi bebiendo en una fuente con manos tristes y diminutas, no, tus manos no son diminutas, son pequeñas, y la fuente está en Francia, desde donde me escribiste la última carta que yo respondí y nunca volví a saber de ti. Solías escribir poemas demenciales sobre ÁNGELES Y DIOS, todo en mayúsculas, y conociste a famosos artistas y la mayoría de ellos fueron tus amantes, y te contesté que muy bien, sigue adelante, entra en sus vidas, no estoy celoso porque nunca nos hemos conocido, tuvimos una vez un acercamiento en Nueva Orleans, a media manzana, pero nunca nos conocimos, no nos tocamos, así que te fuiste con los famosos y escribiste sobre los famosos, y, por supuesto, lo que descubriste es que los famosos están solo preocupados por su fama, no por la hermosa joven que se acuesta con ellos, quien les ofrece esto y que luego se despierta por la mañana para escribir poemas en mayúsculas sobre ÁNGELES Y DIOS. Nosotros sabemos que Dios está muerto, nos...
- ¿En quién piensas, mamá? Las palabras de mi hija me devolvieron a ese momento. - En mi madre. Quién me iba a decir que la persona a la que recordaría antes de morir sería mi madre. No mi marido, no ningún otro amor, mi madre. Ganaba así una batalla que comenzó desde que salí de su tripa. Quise quedarme sola. En un último arranque de genio, ordené a mis hijos que salieran de mi habitación con la excusa de descansar, sabiendo que me iría en cuanto cerrase los ojos. Salieron de la habitación en el mismo orden en que salieron de mi: Sergio, Marina, Lola y Fernando, la familia que nunca pensé que tendría. Mi familia. Mi tribu. Mi clan. Elegí a García Márquez como última compañía y empecé a leer intentando estirar mi paso por este mundo. La tormenta asolaba Macondo cuando comenzó el sueño. Sonaba una música de piano que no recuerdo haber puesto. Y de repente aquellas por las que mi hija se llama Lola aparecieron en la puerta. - Vamos, chiquilla, dijo una mientras la otra sonreía...
Cuando éramos niños, había una casa extraña. Siempre tenía las persianas echadas y nunca oíamos voces dentro. El jardín estaba lleno de bambú. Nos gustaba jugar en el bambú. Jugábamos a ser Tarzán, aunque no había ninguna Jane. Y había un estanque muy grande con los peces de colores más enormes que haya visto. Y estaban domesticados. Venían a la superficie del agua y comían trozos de pan de nuestra mano. Nuestros padres nos habían dicho "Jamás os acerquéis a esa casa". Así que, claro está, íbamos. Y nos preguntábamos si alguien vivía allí. Pasaron semanas sin que viéramos a nadie. Y un día oímos una voz desde la casa "¡maldita puta!". Era la voz de un hombre. Entonces se abrió la puerta mosquitera de la casa y el hombre salió. Llevaba en la mano una botella de bourbon. Tenía unos treinta años. Llevaba un puro en su boca. Iba sin afeitar. Su pelo estaba revuelto y despeinado e iba descalzo, en camiseta y calzoncillos. Pero le brillaban los ojos, llameaban de luminosi...
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El afilador pasaba y el sonido del metal que entrechocaba destrozaba la moral y cada trozo de mi cuerpo lacerado. La mosca era gigante, todavía el recuerdo como un monstruo del pasado. El millón de ojo y el zumbido acelerado. Mi corazón, un tempano minúsculo y quebrado. La alfombra de hojarasca de las calles, para mí era un valle de colosos oxidados. No quería pensar en que pasaba. El miedo era más grande y me cansaba, al trepar por la pelusa del ombligo que en el suelo habían dejado. Lo último que vi fue mi intestino, los ácaros del polvo lo sacaron a bocados. (Ya de paso te puse un poco de como seguía)
No sé, me recordó tu entrada a esa letra. Aunque ahora que lo pienso creo que si tiene que ver. Ir menguando es ir cambiando. Tiene similitud con eso que dices de que todo puede cambiar, nada importa porque tienes que adaptarte a tu nuevo tamaño. El mundo se hace más grande cada día, cuando tu cada día te haces más pequeño.
Eso, o que yo estoy loco e interpreto así lo que en su momento me inspirara leer a Richard Matheson en El increíble hombre menguante.
Un abrazo enorme señorita.